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Por David Werner
Traducción: Delia Juárez G.
Nexos 156, diciembre de 1990.

David Werner es fundador y miembro de HealthWrights, “un pequeño grupo comprometido con la educación en la salud” y la rehabilitación de niños inválidos en la Sierra Madre occidental. En algún lugar del boletín que publica la fundación, Newsletter from the Sierra Madre (de cuyo número 20, Diciembre de 1989 y Enero de 1990, tomamos este artículo), dice Werner: nos damos cuenta de queebemos enfrentar y combatir el tráfico de drogas y el problema de la deuda del Tercer Mundocombatir el tráfico de drogas y el problema de la deuda del Tercer Mundo como parte de nuestro trabajo."

La Guerra Antidrogas

Por David Werner
Traducción: Delia Juárez G.

En este artículo, el problema del narcotráfico se aborda no como un hecho aislado y a combatir como un asunto particular, sino en toda su conexión con el problema global económico, social y cultural que viven México y América Latina. La droga es un árbol con fluidos invisibles y ramificaciones complejas; no puede separarse, por caso, de una cuestión como los derechos humanos o de otra como la deuda externa latinoamericana. David Werner enumera algunas de las raíces de ese árbol: “desesperanza, alienación, desempleo, pobreza e impotencia”.

El 30 de agosto de 1989, aproximadamente a las 5:00 A.M., unos 25 soldados del Octavo Batallón de Infantería con base en San Ignacio, Sinaloa, llegaron al pueblo de Lodazal, en un extremo de la Sierra Madre Occidental. Sin avisar, los soldados irrumpieron con violencia en 22 de 25 cabañas de la aldea. Levantaron a los hombres y a los niños de sus camas y los empujaron hacia afuera. Cuando uno de los agredidos se tropezó con una de las correas de sus huaraches, los soldados lo acusaron de tratar de escapar y lo golpearon con los rifles. Los soldados empujaron a una muchacha contra un árbol con tal fuerza que le hirieron el rostro. (Me mostró la herida 3 días después).

Dieciocho de los hombres fueron trasladados en camión al cuartel del pueblo de San Ignacio, a unos 7 km. de distancia. Los soldados golpearon a algunos con puños, rifles y macanas, obligándolos areconocer que sembraban mariguana. A ocho hombres y jóvenes los golpearon tan severamente que días más tarde no podían ni caminar. Aun así nadie admitió haber cultivado drogas y, según la gente de Lodazal, este año nadie ha plantado droga en esa área.

Tras intensas golpizas e interrogatorios, los soldados enviaron de vuelta a dos de los hombres a Lodazal y los forzaron a acompañarlos a buscar el plantío de mariguana. Algunos de los hombres tuvieron que caminar delante de los soldados cargando pesadas piedras hasta que empezaron a caer desfallecidos. Según los informes de los habitantes, no se encontró ningún plantío.

Un joven de 20 años, Gregorio Ribota, y un hombre, Ricardo González, fueron llevados por los soldados al bosque a unas 3 millas de San Ignacio (cerca de la desviación de la carretera a El Chaco), donde los golpearon con pesadas pértigas hasta dejarlos casi inconscientes. Luego les amarran las manos a la espalda y les vendaron los ojos. Los soldados los dejaron en ese remoto lugar, atados y vendados, advirtiéndoles que por ningún motivo debían revelar lo que les había sucedido. Les dijeron que si los veían en San Ignacio o Mazatlán (la ciudad más cercana) los enviarían a la cárcel, y que también perseguirían a sus familiares. Cuando los soldados se fueron, los cautivos lograron acercarse el uno al otro y se desataron. Tres días después Gregorio me mostró los grandes moretones que tenía en la espalda, caderas y muslos. Una semana más tarde me dijo que el dolor de la cadera era cada vez más intenso.

A tres de los hombres a los que sacaron de sus casas en Lodazal los retuvieron bajo custodia en los cuarteles de San Ignacio mientras se efectuaba la búsqueda de sembradíos de mariguana (el 30 de agosto). Estos prisioneros eran Liberato Ribota Melero (55 años), su hijo Margarito Ribota Virey, y un vecino, Roberto García Martínez. Los dos primeros son el padre y el hermano de Gregorio Ribota, antes mencionado.

Evidentemente ya se había decidido desde antes que a éstos se les acusara de cultivar droga, pues — diferencia de los que fueron secuestrados de sus chozas— no fueron golpeados o torturados de ningún modo que dejara señas visibles, lo cual hubiera podido usarse en su defensa o para levantar cargos contra los soldados. Casi a las 12:00 de la noche del 30 de agosto, los soldados se llevaron a los tres presos a Mazatlán.

Según un policía municipal de San Ignacio que vio cómo se los llevaban, los hombres iban en un camión, acostados boca abajo, con las manos amarradas detrás de la espalda. A sus familiares no se les avisó nada.

Al día siguiente, los familiares buscaron a los tres presos y descubrieron que estaban en la cárcel de los cuarteles militares de Loma Atravesada en Mazatlán. Sin embargo, cuando llegaron allí y pidieron ver a los prisioneros, los mandaron a sus casas.

De vuelta a San Ignacio, los familiares fueron a pedir un amparo con un abogado para que transfiriera a los presos del cuartel a una celda de la prisión bajo la jurisdicción del Ministerio Público. El abogado les cobró $500,000 pesos por el amparo. Para reunir el dinero, los Ribota tuvieron que vender sus pollos y sus gallinas y pedir prestado a los vecinos. Pagar la deuda puede llevarles años. El 1° de septiembre, más de dos días después de su arresto, transfirieron a los prisioneros al Ministerio Público, donde los familiares podían hacerles visitas breves. Los prisioneros dijeron que no se les dio nada de comer en los tres días que estuvieron detenidos.

El 2 de septiembre apareció un artículo en el diario de Mazatlán, Noroeste, con el titular “Destruyeron tres plantíos de yerba”. El artículo afirma que los tres hombres estaban en los plantíos de droga de Arroyo de los Mimbres, cerca de Lodazal, cuando los soldados llegaron y rodearon el terreno, de modo que cuando los hombres intentaban huir, los soldados los detuvieron. (En realidad, a los hombres los sacaron de la cama). El artículo continúa diciendo que Liberato Ribota confesó cultivar drogas desde hacía 7 años, y que los otros dos prisioneros confesaron haberlo ayudado a cosechar y almacenar la planta. (En realidad, hacía un mes que Liberato había llegado con su familia). El artículo incluso proporciona las dimensiones de 5 plantíos de mariguana en el Arroyo de los Mimbres, y hace una estimación de que el campo que supuestamente destruyeron los soldados, plantado según esto con 10 plantas de mariguana por metro cuadrado, habría producido 5 toneladas de la droga. (Sin embargo, todos a los que preguntamos en Lodazal, declararon que los soldados no encontraron cultivos de mariguana). Al interrogar a la gente de Lodazal, quedé convencido de que decían la verdad, y de que los soldados habían cometido una serie de crímenes contra gentes inocentes, que iban desde allanamiento e intrusión hasta robo, rapto, tortura, acusaciones falsas, detenciones injustificadas y ocultar a los familiares la información de dónde se encontraban los presos. Los Ribota, a quienes yo conocía bien desde que vivían en Ajoya antes de mudarse a Lodazal, estaban desesperados.

Y con razón. Esta era la tercera vez en menos de un año que soldados de San Ignacio arrestaban sin pruebas a miembros de la familia Ribota, los torturaban y abusaban de ellos. El primer incidente sucedió el 4 de diciembre de 1988, cuando los soldados invadieron Lodazal, apresando a 12 hombres en sus casas y enviándolos en camiones. Según Gregorio, los soldados obligaban a los hombres a saltar mientras el camión caminaba a 35 km/h. Cuando Liberato tuvo que saltar, su cabeza golpeó el pavimento con tanta fuerza que se descalabró. Se encontraba mareado aun semanas más tarde. A Gregorio le fue mejor: escapó sólo con moretones y cortadas en las manos. Los soldados también intimidaron a miembros de la familia Barraza, a Emilio Bastidas y a Victoriano Murillo.

El segundo incidente tuvo lugar en marzo de 1989. Un día en que Liberato y su hijo Leopoldo de 13 años cortaban madera en el bosque cercano a sus casas, fueron aprehendidos por otro grupo de soldados. Estos golpearon repetidas veces al niño en el estómago, frente a su padre, y luego metieron la cabeza de su padre bajo el agua “para que hablara”, a pesar de que ninguno de los dos había cometido ningún delito.

Con la decisión de ayudar a estas personas perseguidas a que lograran justicia, otros interesados y yo acompañamos a la esposa de Liberato y a su hijo Gregorio, de 20 años (quien fue golpeado y atado en el bosque) a Culiacán, la capital de Sinaloa. Hablamos con el director de la Organización de Derechos Humanos localizada en la Universidad, y por medio de amigos de la prensa arreglamos que la esposa y el hijo hablaran con el general del destacamento del ejército plantado en Culiacán. El general les dijo que como los prisioneros habían sido transferidos al Ministerio Público, no podía ya actuar (aunque en una semana los soldados a su cargo habían perpetrado múltiples abusos, incluyendo tortura, y habían hecho nuevas amenazas a los habitantes de Lodazal).

Antes de ir a la capital del estado, los familiares de los prisioneros elaboraron un escrito describiendo las injusticias que habían sufrido a manos de los soldados. Mucha gente en el pueblo estuvo de acuerdo en firmar el escrito. Pero cuando llegó la hora de firmar nadie se atrevió. Tenían miedo de que los soldados regresaran y les dieran otra “calentada”, como habían amenazado claramente.

En Culiacán pedimos consejo a un periodista que llevaba años estudiando el mecanismo de producción y comercio de droga en el occidente de México. No tenía muchas esperanzas de que los falsamente acusados obtuvieran justicia. Estimaba que tan sólo en las cárceles de Culiacán, aproximadamente 10,000 campesinos son detenidos bajo circunstancias similares mientras que los soldados y otros oficiales de gobierno siguen (como durante tantos años) cultivando o cuidando enormes plantaciones clandestinas de drogas prohibidas. Según él, la reciente escalada de arrestos de campesinos, muchos de ellos acusados falsamente de cultivar droga, es parte de un intento del gobierno de México por presentar una imagen limpia a Washington con el fin de convencer a la Administración Bush de que México es serio en su afán de librar la “guerra antidrogas”.

Nuestro amigo dijo que la gente tenía razón en temer las amenazas de los soldados en cuanto a denunciar los abusos. Como ejemplo nos contó que supo de un caso en Chihuahua donde los soldados entraron a una pequeña escuela rural y golpearon a los niños para hacerles decir dónde cultivaban droga sus padres. El maestro, pese a que se le ordenó permanecer callado bajo amenaza, reportó los abusos de los soldados. Pocos días después, un helicóptero aterrizó cerca de la escuela, los soldados secuestraron al maestro, lo subieron al helicóptero y, una vez en el aire, lo dejaron caer.

La audiencia para los tres prisioneros de Lodazal fue programada primero para el 8 de septiembre a las 2:00 P.M. Esa mañana fui a Mazatlán a hablar con la abogada defensora designada por la Corte para representar a los prisioneros. Me acompañó un médico que trabajó durante años en la Sierra Madre y que, como yo, conocía a muchas víctimas de abusos por parte de los militares y la policía del estado. La defensora conocía el Proyecto Piaxtla y mi libro Where There Is No Doctor y era muy amable. Nos dijo que también ella estaba convencida de que los tres defendidos eran inocentes pero que en el clima actual sería muy difícil lograr un fallo a su favor. Sugirió que habláramos directamente con el juez que iba a llevar el caso.

Así lo hicimos. El juez Cantú Braja fue muy amable y nos escuchó durante unos diez minutos mientras le presentábamos toda la información que habíamos reunido. Pero luego nos dijo, sin importarle nuestras palabras, que era muy poco probable que el caso se resolviera a favor de los defendidos. Pese a que argumentamos que los soldados habían torturado a muchos de los hombres secuestrados, señaló que los prisioneros habían sido examinados minuciosamente en busca de señales de abusos físicos y que no se había encontrado nada. Además, dijo, uno de los prisioneros, Roberto García, había confesado ante el mismo juez, sin presiones o amenazas de ninguna especie, declarando que había ayudado a los otros dos prisioneros en los plantíos de mariguana. Para probarlo, el juez sacó de sus archivos el texto de la declaración firmada por Roberto.

El doctor y yo estábamos asombrados. ¿Podría ser que tanta gente nos hubiera engañado así, y nos hubiera convencido de meter la manos para defenderlos cuando en realidad habían cometido los delitos que negaban con tanta vehemencia? Abandonamos la oficina del juez confundidos. ¿Cómo habíamos sido tan crédulos?

Acompañados por la esposa y el hijo de Liberato, volvimos a ver a la defensora y le hablamos de la confesión firmada por Roberto. Era la primera vez que tenía noticia de eso, y por un minuto le sorprendió. Pero después de pensar un segundo nos dijo que estaba convencida de que Roberto había sido engañado, como muchos otros.

Lo que pasa, explicó, es que cuando los soldados transfieren a un prisionero al Ministerio Público, un funcionario del mismo le toma la declaración al prisionero. No aplican ni fuerza ni presión y animan al prisionero a dar su propia versión de los hechos. Conforme el prisionero habla, la secretaria rápidamente mecanografía la declaración. Cuando el prisionero termina de hablar, se le pregunta si todo lo que ha dicho es verdad y si desea agregar algo. Cuando el prisionero dice que terminó su declaración, la sacan de la máquina de escribir y piden al prisionero que la firme —pero sin dar tiempo a que la lea.

El truco es que la secretaria, de quien el prisionero cree que está escribiendo su declaración, en realidad está copiando el informe completo de los soldados, con la falsa confesión. La defensora nos dijo que en algunos casos había podido probar esto porque la supuesta “declaración” tenía exactamente las mismas palabras de los soldados, a veces por varios párrafos.

La defensora nos dijo que mientras que Roberto evidentemente había caído en la trampa y firmado el documento, Margarito, quien según ella tenía una mente rápida, se las arregló para leer parte de su “declaración” cuando le pidieron que la firmara, y le reclamó a la secretaria que lo que había escrito no era lo que él había dicho.

—Pero el juez dijo que Roberto se había confesado directamente con él dijimos.

—Sí —dijo la defensora—, pero lo que probablemente hizo fue sólo preguntar a Roberto si la declaración que firmó era precisa, y si la firmó voluntariamente, sin presiones.

—¿Sabe el juez que las declaraciones son falsificadas y que se engaña a las víctimas para que las firmen? —preguntamos.

—Claro que sabe —contestó—. Pero tiene miedo de saltarse al sistema Los militares son muy poderosos y ahora el gobierno quiere muchas acusaciones de cultivadores y traficantes de drogas. El juez sabe qué es lo que se espera de él. Y está consciente del clima político. Si quiere conservar su puesto y salir adelante, lo mejor es que no haga olas innecesarias.

—¿Pero qué podemos hacer para ayudar a las víctimas? —preguntamos.

—¿No existe algún modo de conseguir una inspección del área donde los soldados alegan que destruyeron los cultivos de mariguana, para probar que están mintiendo? —preguntó Gregorio (el hijo de Liberato, el joven al que los soldados golpearon tan severamente).

La defensora dijo que podía pedir una investigación oficial, pero independiente, para determinar si las plantaciones de mariguana existieron en realidad. Pero dijo que sería caro.

—Si la investigación muestra que no existen señales de plantaciones destruidas donde los soldados dicen haberlas destruido, y los prisioneros resultan inocentes, ¿quién tendrá que pagar el costo de la investigación? —preguntamos.

—Los prisioneros y sus familias —fue la respuesta.

—Eso no parece muy justo —contestamos.

—No, pero así es.

Hablamos un momento con Gregorio y su madre, y pedimos a la defensora que solicitara la investigación. De una otra forma intentaríamos conseguir el dinero.

La defensora también nos dijo que el juez había decid liberar a Margarito y a Roberto bajo fianza. Tendrían que pagar una fuerte suma de dinero y reportarse a Mazatlán cada mana mientras se dictara la sentencia —que, según el artículo del Noroeste, sería de 10 a 25 años (La defensora dijo podría ser de 6 meses)—. Nos dijo que Margarito y Rob habían apelado la decisión. Ella nos sugería que solicitáramos que revocaran su apelación. Explicó que si los dos eran liberados dos bajo fianza y luego aprobaban la apelación, el juez supremo que asumiera el caso podría pedir que los volvieran a aprehender. Admitió que aceptar la suspensión de la sentencia pagar la fianza era un poco como pagar una multa, pero pensaba que dadas las circunstancias era la alternativa más se y más barata. Con cierta reticencia seguimos los familia yo) su consejo. Pero seria duro para la familia. Viajar a Mazatlán un día a la semana costaría el equivalente a casi un de trabajo además de la pérdida de la producción de ese día de trabajo. La familia a duras penas consigue lo suficiente alimentar a los hijos.

Al hablar con Margarito después de su liberación enteré de que los soldados los torturaron a él, a Robert Liberato de un modo que no dejara marcas físicas, a diferencia de los métodos empleados en los detenidos por corto tiempo. En San Ignacio, los golpearon a los tres en el estómago los oídas con las manos ahuecadas. Los soldados también amarraron bolsas de plástico en la cabeza hasta que empezaban van a asfixiarse —una variante del tradicional “pocito”.

Según Margarito, cuando los llevaron a él, a Robert Liberato a los cuarteles de la Loma, en Mazatlán, se les ordenó firmar un documento —supuestamente una confesión.

Cuando pidieron leerla antes de firmarla, los soldados los insultaron, los jalaron del pelo y los golpearon en la cara repetidas veces. Estrellaron el rostro de Liberato en el filo de una puerta produciéndole un corte en la nariz que le dejó una fea cicatriz.

Margarito también informa que cuando el Ministerio Público preguntó a los soldados sobre las injurias a los prisioneros, un soldado dijo que había sorprendido a Margarito intentando escapar por la puerta trasera de su casa, mientras otro contaba una historia contradictoria, diciendo que había encontrado a Margarito en una plantación de mariguana supuestamente situada a dos millas del pueblo de Lodazal.

Dos semanas después de los arrestos, el defensor público, ante nuestra insistencia, pidió una investigación independiente de los cargos de los soldados. En respuesta, el juez del Sexto Distrito en Mazatlán envió una petición al juez de la Primera Instancia de San Ignacio, Sinaloa, pidiéndole que realizara una investigación para determinar si existía alguna evidencia de las plantaciones de mariguana donde los soldados alegaban haber atrapado a los tres prisioneros. Según un documento del 27 de septiembre, firmado por el juez de San Ignacio, el juez condujo la investigación y no encontró evidencias de que alguna vez hubieran existido plantíos de mariguana en las áreas señaladas por los soldados. Este descubrimiento del juez en San Ignacio confirmó las afirmaciones de la gente de Lodazal de que los soldados inventaron los cargos, arrestaron sin motivo y torturaron a los ciudadanos de Lodazal, y proporcionaron declaraciones falsas que incriminaban a los tres prisioneros que fueron llevados a Mazatlán y transferidos al Ministerio Público.

Hasta la fecha el Ministerio Público no ha hecho movimientos para cambiar su veredicto, pese a tener el documento del juez de San Ignacio que comprueba la inocencia de los prisioneros. Margarito y Roberto todavía siguen en libertad condicional y Liberato Ribota Melero sigue en la cárcel.

Tanto los gobiernos de Estados Unidos como México tienen sus propios motivos ulteriores levemente disfrazados para librar una “guerra contra las drogas”, de alta visibilidad pero bajo rendimiento.

La Administración Bush ordeña la “crisis de las drogas” en toda la extensión de la palabra. Con el fin de justificar sus enormes gastos militares con el público estadunidense y de mantener el asidero global decreciente del complejo militar- industrial, los poderes en Washington necesitan señalar a un enemigo peligroso que amenaza permanentemente la seguridad nacional. Bajo la administración Gorbachov, la Unión Soviética ya no cumple la antigua imagen aterradora del “imperio del mal”. De hecho, muchos analistas consideran ahora a la Unión Soviética como mucho menos perturbadora de la seguridad global que a los Estados Unidos. En la década de los ochentas la designación de la Unión Soviética como la principal amenaza a la seguridad nacional estadunidense fue sustituida parcialmente por los movimientos de liberación en el Tercer Mundo, a los que la Administración Reagan retrató como “enemigos de la democracia”. Pero un número cada vez mayor de naciones se atreven a criticar a Washington por sus ataques consistentes a las pequeñas naciones del Tercer Mundo que luchan por sistemas más justos y por su autodeterminación. De modo que la Administración Bush, que necesita de un “coco” más plausible, ha adoptado la crisis de las drogas como la gran amenaza a la seguridad nacional.

Por su parte, la Administración Salinas en México es muy vulnerable a la presión estadunidense. Necesita con desesperación la ayuda de Washington para arreglárselas con su enorme deuda externa. El presidente Salinas y sus asesores saben muy bien que cualquier cosa que hagan que desagrade a la Administración Bush puede repercutir en una actitud severa ante los términos de pago de la deuda mexicana. Por medio de la dominante influencia que ejerce en el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, el gobierno de Estados Unidos podría en cualquier momento presionar la endeble economía mexicana hacia el colapso total. De modo que el gobierno de Salinas trata de complacer las demandas de Bush. Como la “guerra contra las drogas” se ha convertido en la prioridad número uno de Washington y como los políticos estadunidenses con frecuencia culpan al gobierno mexicano de negligencia y corrupción en esta área, la Administración Salinas está haciendo todo lo posible por demostrar que se están tomando medidas enérgicas respecto al narcotráfico. Como el gobierno mexicano no puede darse el lujo de dar un verdadero golpe a la industria del narcotráfico, sus intentos por mostrar una imagen ruda consisten principalmente en allanamientos y arrestos arbitrarios como los que sucedieron en Lodazal. Mientras que esas acciones lucen muy bien en la prensa, en realidad victiman a gente indefensa —y a menudo inocente—, sin recursos, mientras la mayoría de los jefes de la droga y su lucrativo oficio quedan intactos. (1)

El caso es que ni Salinas ni la Administración Bush realmente quieren detener el flujo de drogas que cruza la frontera. México necesita las utilidades del narcotráfico (que representaron un 10% de sus utilidades de exportación en la década de 1980, según una investigación del Departamento de Estado estadunidense) como apoyo al pago de la deuda. Y Washington utiliza el tráfico de drogas a los Estados Unidos para financiar sus operaciones clandestinas en el Tercer Mundo, sin tener que pasar por los canales del Congreso. Además, si la amenaza de la droga desapareciera, Bush perdería su último pretexto de manipular y militarizar a las naciones del Tercer Mundo.

Para que resultaran efectivos, los esfuerzos por mantener bajo control la crisis de las drogas deberían atacar a las verdaderas causas del uso y el tráfico de drogas —la desesperación, enajenación y el desempleo junto con la pobreza y la indefensión que yacen en el fondo de estos problemas—. Esto requiere de cambios estructurales de largo alcance diseñados para originar una sociedad que deje de marginar y empobrecer a una parte importante de la población. También se necesitan medidas que prohiban operaciones clandestinas (financiadas por rutina mediante el narcotráfico) para cancelar deudas externas abrumadoras que hacen del tráfico de drogas una necesidad económica, y para cambiar la dirección de los presupuestos militares con el fin de que cumplan necesidades básicas. En el análisis final, la única cura real para la crisis de las drogas es un orden económico nuevo que reduzca la brecha entre ricos y pobres tanto en el interior como en el exterior de las naciones.

La necesaria transformación de largo alcance de nuestras estructuras sociales y del orden económico para reducir efectivamente el “problema de las drogas”, será a largo plazo y seguramente no llegará en la Administración Bush.

Mientras tanto, es importante que los grupos de defensa de los derechos humanos, las Naciones Unidas y la comunidad internacional sean advertidos del sufrimiento generalizado que resulta del forzado enfoque en la lucha antidrogas. Los miles de personas inocentes que se vuelven víctimas necesitan algún tipo de defensa. En países como México, se necesita un proceso guardián o de revisión de alguna especie, quizá por medio de las Naciones Unidas o el Tribunal Internacional de Justicia. Y en Estados Unidos, hay que hacerles saber a los representantes en el Congreso lo que sucede realmente, de modo que el gobierno deje de contribuir a que se abuse de la gente marginada en los países pobres dejando de armar y reforzar a las fuerzas de seguridad que tienen ya una larga historia de represión, corrupción y, ¡sí!, colusión en el tráfico de drogas.

Cuando Washington, si es que lo hace, sea sincero respecto a librar la “lucha contra las drogas”, deberá empezar por revisar cuidadosamente el informe que hizo hace poco la Comisión Kerry (el subcomité del Senado para el Terrorismo, el Narcotráfico y Operaciones Internacionales, que reunió un caudal de evidencias, que implicaban a diversas agencias del gobierno de Estados Unidos, en especial en el uso del narcotráfico para lograr avances en sus operaciones clandestinas y sus metas políticas, para luego movilizarse para limpiar a fondo sus propios actos). Hay mucha evidencia de que el entonces vicepresidente George Bush era una figura clave que facilitaba indirectamente, o por lo menos se hacia de la vista gorda, los trueques clandestinos de drogas-por-armas en apoyo a los contras nicaragüenses. Si el Congreso fuera sincero sobre el problema de combatir las drogas, dejaría de perseguir a traficantes pequeños y gente inocente y se fijaría en los principales responsables de la creciente marea de drogas que flota en Estados Unidos, incluyendo al mismo presidente Bush. (2)

Después de lo ocurrido, los soldados en el área se volvieron aún más brutales en sus detenciones gente inocente. En enero de 1990 detuvieron a un joven que caminaba por un sendero cerca de la comunidad de San Ignacio y, en el proceso de forzarlo a confesar que cultivaba drogas, lo golpearon de tal modo que le abrieron el intestino. Los soldados dejaron al hombre inconsciente cerca del río donde lo hallaron algunos vecinos, quienes lo transportaron al hospital de Mazatlán donde fue intervenido quirúrgicamente.

La familia del muchacho levantó una demanda ante el nuevo presidente municipal, que llevó el asunto general del encargado del destacamento acantonado en Culiacán, Sinaloa. Los periódicos locales reportaron a los derechos humanos. Un periódico, Debate, publicó una respuesta áspera acusando a los soldados de San Ignacio comandados por un teniente Víctor Hugo, de anti-drogas" como cubierta para aterrorizar, torturar, acusar en falso, y extorsionar a los ciudadanos inocentes.

Estas protestas se conjugaron con aquellas que hicimos después del ataque a Lodazal. Nos habíamos acercado al mismo general, que se deslindó del incidente y se negó a tomar acción alguna. Sin embargo, también llevamos nuestro caso a los periódicos del área, los cuales publicaron notas sobre el asunto, y a la organización de derechos humanos de la Universidad de Sinaloa, que procedió a contactar cuenta propia.

Es probable que el cúmulo de presiones provenientes de todas direcciones condujeran al general a San Ignacio a realizar una investigación. Como resultado, el teniente en la cárcel, con la orden de que pague los tres millones de pesos de la cuenta hospitalaria del hombre que golpeado y dado por muerto. Unos días después, Liberato Ribota Melero, el único residente de Lodazal aún en prisión, fue llamado por el altoparlante de la enorme penitenciaría federal en las afueras de Mazatlán. Después de cinco meses de cárcel, se le dijo simplemente que podía marcharse. Poco después se liberó a un trabajador sanitario y a su hijo, residentes en una aldea cercana, quienes, junto con otros hombres, fueron arrestados por los soldados hace seis años bajo cargos falsos relativos a drogas mientras jugaban volibol un domingo por la tarde.

Ahora, por fin está libre la familia Ribota (uno de los hijos de Liberato también fue encarcelado un tiempo, y otro fue severamente golpeado por los soldados). No obstante, el deterioro económico causado por los arrestos, encarcelamientos, cuentas de abogados y viajes a Mazatlán y a la capital del estado han acabado con los escasos recursos y los ahorros acumulados desde que se mudaron a Lodazal hace un año y medio. A pesar de todo, los miembros de la familia están felices de estar juntos de nuevo —y al menos por el momento—, libres para continuar con sus vidas.

Desafortunadamente, otros continuarán victimados mientras la administración Bush persista en imponer su aproximación punitiva militarizada al problema de las drogas. El año pasado, el zar anti-droga estadunidense William Bennelt dijo abiertamente: “Una ola desmedida de arrestos es prioridad número uno para la guerra a la droga”. Desde que declaró, los arrestos han aumentado no sólo en los Estados Unidos, sino en México y en otros países latinoamericanos. Los gobiernos de Latinoamérica saben que el flujo continuo de ayuda externa proveniente de Estados Unidos y otros montos del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, son contingentes a la aceptación de los mandatos de Washington: luchar contra las drogas en sus términos. Muchos, si no la mayoría de la gente arrestada en esta redada absurda, son víctimas inocentes que, como Liberato, tuvieron la mala fortuna de estar en el lugar y el sitio equivocados.

Estos abusos a los derechos humanos —en México, en otros países latinoamericanos y en los Estados Unidos— no terminarán hasta que la sociedad estadunidense se una a las del resto del continente para decir “no” a esta guerra hipócrita e ineficiente que ignora las causas reales del problema de las drogas mientras proporciona los pretextos prácticos para fortalecer a las fuerzas represivas en el extranjero y en casa.

Notas

(1) El arresto de Félix Gallardo a principios de 1989 ilustra el esfuerzo de México por dar una imagen de rudeza respecto a las drogas para detener la presión estadunidense. El 10 de abril de ese año el New York Times informó que la Administración Bush estaba pensando en aconsejar al F.M.I. que negara un préstamo de 3,500 millones de dólares que México necesitaba para evitar el incumplimiento del pago de su deuda externa de $100 mil millones de dólares. Al día siguiente, el Times publicó en primera plana un artículo que narraba cómo a Gallardo, uno de los jefes del narcotráfico más grandes de México, se le había encarcelado junto con muchos policías en el golpe" más grande de oficiales de gobierno en la historia del país. (Pocos días después, la mayoría de los oficiales mayores detenidos fueron liberados). Al día siguiente de los arrestos, el Times anunció que el F.M.I. aprobaba el préstamo.

(2) Pese a que los medios de comunicación se alejan de ellas, las evidencias contra Bush son considerables y bien documentadas. Para los interesados. una de las exposiciones más exhaustivas de los lazos de Bush con el fraude drogas-por-armas de la CIA puede encontrarse con John Stockwell" hecha por David Barsamian, publicada en el No. septiembre de 1989 del Zeta Magazine (John Stockwell es un ex-funcionario de la CIA que renunció asqueado de su cargo y dedica a ventilar los delitos de la CIA). Un artículo de Andrew Lang titulado “How Much Did Bush Know” (Cuánto sabía Bush) que de verano de 1989 de Convergence (revista publicada por el Christic Institute) documenta más los lazos de Bush con algunos principales involucrados en la conexión Contras —armas-por-drogas—. El mismo número contiene un artículo sobre el informe Kerry. Este artículo señala que mientras que el lenguaje tuvo que moderar debido a los compromisos hechos del subcomité en la Administración Bush, no obstante el informe afirma claramente que “los políticos mayores de Estados Unidos no eran inmunes a la idea de que el dinero de las drogas era la solución perfecta para los problemas del financiamiento de los contras”. La evidencia que se reunió en este informe implica de manera absoluta a funcionarios estadunidenses de alto nivel en estos tratos clandestinos de drogas-por-armas. Para una actualización excelente de estos artículos, y Contras, and HIV Infection: The Not-So-Canal Link", un artículo Jay Hatheway en el No. de octubre de 1989 de Zeta Magazine. El autor relaciona la proliferación del SIDA por el uso difundido de drogas, con la responsabilidad de la CIA y el Consejo de Seguridad Nacional en el importante aumento del narcotráfico en Estados Unidos.